Gobierno Duque: la presidencia como gesto

El rol del Iván Duque en el Tercer Reino Uribista en el poder (2018-2022) no debe ser leído a partir de lo que él diga o anuncie como presidente, de sus palabras, o de lo que deje de decir como mandatario, de sus silencios, sino a partir de sus gestos.

La política es la esfera de los puros medios; es decir de la gestualidad absoluta e integral de los hombres.

El gesto es, en este sentido, comunicación de una comunicabilidad. No tiene propiamente nada que decir,
porque lo que muestra es el ser-en-el-lenguaje del hombre como puramedialidad. Pero, puesto que el ser-en-el-lenguaje no es algo que pueda enunciarse en proposiciones, el gesto es siempre, en su esencia
 gag, en el significado propio del término, que indica sobre todo-algo que se mete en la boca para
impedir la palabra, y después la improvisación del actor para subsanar un vacío de memoria o una
imposibilidad de hablar.

Iván Duque goza de memoria fotográfica y así como se aprendía los discursos de los políticos se
aprendía cuando joven los diálogos de las películas que veía con sus amigos en un aparato de
DVD, la sensación en los noventas.
Se sabe las frases de Rocky, recita al derecho y al revés el Club de la Pelea, una de sus películas
favoritas, y todavía le gusta hacerle quizes de personajes y escenas a sus subalternos.

SEMANA: ¿Ese Iván Duque de 7 años es el mismo que cuentan recitaba discursos de Jorge
Eliécer Gaitán?

Juliana Márquez: No solo de Gaitán. Él aprendía todos los discursos porque en la casa
teníamos una colección de voces de políticos. A Iván le encantaba escucharlos y los repetía. Mi
esposo tenía esa colección en la casa y eran como un tesoro. Nosotros teníamos todos esos
audios en discos y después de escucharlos hablábamos mucho de quién era ese personaje y de
ese momento histórico. Iván se aprendía algunos de memoria. Le gustaban los de Gaitán porque
era un orador fantástico y hablaba de temas que enardecían a la gente. Más grande, aprendió por

ejemplo unos de Roosevelt, y es una maravilla oírselos recitar.  Esa colección de audios hoy la
tiene Iván, es su joya.

SEMANA: ¿Hubo algún momento en especial en que usted dijera sobre Iván Duque, su
hijo: “¡él va a ser político!”?

Juliana Márquez: Toda la vida. Desde muy pequeño, a Iván le interesaba la vida pública. Era
un niño que veía noticieros, que aprendía de historia y que recitaba discursos de grandes
políticos. Entonces, creo que siempre lo supe. Él, una vez muy pequeño, le preguntó a Dario
Echandía: “¿Usted cuando era niño soñaba con ser presidente?”, y él le respondió: “No, mijo, yo
no tenía esos arrestos”. En ese momento, Iván tenía unos 7 años y le respondió que él sí quería
ser presidente de Colombia.

El discurso del presidente / Oliver Sacks

¿Qué pasaba? Carcajadas estruendosas en el pabellón de afasia, precisamente cuando
transmitían el discurso del presidente. Todos habían mostrado muchos deseos de oír hablar al
presidente.

Allí estaba el viejo encantador, el actor, con su retórica habitual, el histrionismo, el toque
sentimental… y los pacientes riéndose a carcajadas convulsivas. Bueno, todos no: los había que
parecían desconcertados, y otros como ofendidos, uno o dos parecían recelosos, pero la mayoría
parecía estar divirtiéndose muchísimo. El presidente conmovía, como siempre, a sus
conciudadanos… pero, al parecer, más que nada los movía a reírse. ¿Qué podían estar pensando
los pacientes? ¿No le entenderían? ¿Le entenderían, quizás, demasiado bien?


Solía decirse de estos pacientes, que aunque inteligentes padecían la afasia global o receptiva
más grave -la que incapacita para entender las palabras en cuanto tales-, que a pesar de su
enfermedad entendían la mayor parte de los que se les decía. A sus amistades, a sus parientes, a
las enfermeras que los conocían bien, a veces les resultaba difícil creer que fuesen afásicos.


Esto se debía a que si les hablabas con naturalidad, captaban una parte o la mayoría del
significado. Y, normalmente, uno habla con naturalidad.


En consecuencia, el neurólogo tenía que esforzarse muchísimo para demostrar que padecían
afasia; tenía que hablar y hablar actuar normalmente, pero eliminar todas las claves extra verbales,
el tono de voz, la entonación, la inflexión o el énfasis indicadores, además de todas las claves
visuales (expresiones, gestos, actitud y repertorio personales, predominantemente inconscientes).
Había que eliminar todo esto (lo que podía entrañar ocultamiento de la propia voz, teniendo incluso
que llegar a recurrir a un sintetizador de voz electrónico) con objeto de reducir el habla a las puras
palabras, sin rastro siquiera de lo que Frege llamó “colorido de timbre” (Klangenfarben) o
“evocación”. Sólo con este tipo de habla groseramente artificial y mecánica (bastante parecida a la
de los ordenadores de Star Trek) se podía estar plenamente seguro, con los pacientes más
sensibles, de que padecían afasia de verdad.


¿Por qué todo esto? Porque el habla (el habla natural) no consiste sólo en palabras ni (como
pensaba Hughlings Jackson) sólo en “preposiciones”. Consiste en expresión (una manifestación
externa de todo el sentido con todo el propio ser), cuya comprensión entraña infinitamente más
que la mera identificación de las palabras. Ésta era la clave de aquella capacidad de entender de
los afásicos, aunque no entendiesen en absoluto el sentido de las palabras en cuanto tales.

Porque, aunque las palabras, las construcciones verbales, no pudiesen transmitir nada, per se, el
lenguaje hablado suele estar impregnado de tono, engastado en una expresividad que excede lo
verbal… Y es precisamente esa expresividad tan profunda, diversa, compleja y sutil, lo que se
mantiene intacto en la afasia, aunque desaparezca la capacidad de entender las palabras. Intacto
y a menudo inexplicablemente potenciado.


Esto es algo que captan claramente (con frecuencia del modo más chocante, cómico o
espectacular) todos los que trabajan o viven con afásicos: familiares, amistades, enfermeros,
médicos. Puede que al principio no nos fijemos mucho; pero luego vemos que ha habido un gran
cambio, casi una inversión en su comprensión del habla. Ha desaparecido algo, no hay duda de
que está destruido, pero en su lugar hay otra cosa, inmensamente potenciada, de modo que (al
menos en la expresión cargada de emotividad) el paciente puede captar plenamente el sentido
aunque no capte ni una sola palabra. Esto, en nuestra especie Homo Loquens, parece casi una
inversión o incluso también una reversión a algo más primitivo y elemental. Quizás sea por esto
por lo que Hughlings Jackson comparó a los afásicos con los perros (una comparación que podría
ofender a ambos) aunque cuando lo hizo pensaba más que nada en sus deficiencias lingüísticas y
no en esa sensibilidad tan notable, casi infalible, para apreciar el tono y el sentimiento. Henry
Head, más sensible a este respecto, habla de “tono-sentimiento” en su tratado sobre la afasia
(1926) y destaca cómo se mantiene, y con frecuencia se potencia, en los afásicos.


De ahí la sensación que a veces tenemos todos los que trabajamos en estrecho contacto con
afásicos de que a un afásico no se le puede mentir. El afásico no es capaz de entender las
palabras y, precisamente por eso, no se le puede engañar con un ellas; ahora bien, lo que capta lo
capta con una precisión infalible, y lo que capta es esa expresión que acompaña a las palabras,
esa expresividad involuntaria, espontánea, completa, que nunca se puede deformar o falsear con
tanta facilidad como las palabras…


Comprobamos esto en los perros, y lo utilizamos muchas veces con este fin, para desenmascarar
la falsedad, la mala intención o la intención equívoca, para que nos indiquen de quién se puede fiar
uno, quién es íntegro, quién de confianza, cuando, debido a que somos tan susceptibles a las
palabras, no podemos fiarnos de nuestros instintos.


Y lo que un perro es capaz de hacer en este campo, son capaces de hacerlo también los afásicos
y a un nivel humano e inconmensurablemente superior. “Se puede mentir con la boca -escribe
Nietzsche-, pero la expresión que acompaña a las palabras dice la verdad”. Los afásicos son
increíblemente sensibles a esa expresión, a cualquier falsedad o impropiedad en la actitud o la
apariencia corporal. Y si no pueden verlo a uno (esto es especialmente notorio en el caso de los
afásicos ciegos) tienen un oído infalible para todos los matices vocales, para el tono, el timbre, el
rito, las cadencias, la música, las entonaciones, inflexiones y modulaciones sutilísimas que pueden
dar (o quitar) verosimilitud a la voz de un ser humano.


En eso se fundamente, pues, su capacidad de entender… Entender, sin palabras, lo que es
auténtico y lo que no. Eran, pues, las muecas, los histrionismos, los gestos falsos y, sobre todo, las
cadencias y tonos falsos de la voz, lo que sonaba a falsedad para aquellos pacientes sin palabras,
pero inmensamente perceptivos. Mis pacientes afásicos reaccionaban ante aquellas
incorrecciones e incongruencias tan notorias, tan grotescas incluso, porque no los engañaban ni
podían engañarlos las palabras.

Por eso se reían tanto del discurso del presidente.


Si uno no puede mentirle a un afásico, debido a esa sensibilidad suya tan peculiar para la
expresión y el tono, podríamos preguntarnos qué pasará con los pacientes (si los hay) que

carezcan totalmente del sentido de la expresión y el tono, aunque conserven intacta la capacidad
de entender las palabras, pacientes de un tipo exactamente opuesto. Tenemos también pacientes
de este tipo en el pabellón de afasia, a pesar de que, teóricamente, no tengan afasia, sino, por el
contrario, una forma de agnosia concretamente la llamada agnosia “tonal”. En el caso de estos
pacientes lo que desaparece es la capacidad de captar las cualidades expresivas de las voces (el
tono, el timbre, el sentimiento, todo su carácter) mientras que se entienden perfectamente las
palabras (y las construcciones gramaticales). Estas agnosias tonales o “aprosodias” siguen a
trastornos del lóbulo temporal derecho del cerebro, y las afasias a los del lóbulo temporal
izquierdo.


Entre los pacientes con agnosia tonal de nuestro pabellón de afasia que escuchaban también el
discurso del presidente se encontraba Emily D., que tenía un glioma en el lóbulo temporal derecho.
Emily D., que había sido profesora de inglés y poetisa de cierta fama, con una sensibilidad muy
especial para el lenguaje y gran capacidad de análisis y expresión, pudo explicar la situación
opuesta: lo que le parecía el discurso del presidente a una persona con agnosia tonal. Emily D. no
podía captar ya si había cólera, alegría o tristeza en una voz… Y como las voces carecían de
expresión tenía que fijares en las caras, las posturas y los movimientos de las personas cuando
hablaban y lo hacía dedicándoles una atención, una concentración, que nunca les había dedicado.
Pero daba la casualidad de que también en esto se veía limitada, porque tenía un glaucoma
maligno y estaba perdiendo vista muy rápidamente.


Entonces descubrió que lo que tenía que hacer era prestar mucha atención al sentido preciso de
las palabras y de su uso, y procurar que las personas con las que se relacionaba hiciesen
exactamente lo mismo. Cada día que pasaba le era más difícil entender el lenguaje desenfadado,
el argot (el lenguaje de género alusivo o emotivo) y pedía cada vez más a sus interlocutores que
hablasen en prosa, “que dijesen las palabras exactas en el orden exacto”. Con la prosa descubrió
que podría compensar, en cierta medida, la pérdida del tono o del sentimiento.


De este modo podía conservar e incluso potenciar el uso del lenguaje “expresivo” (en el que el
sentido lo aportaban únicamente la elección y la relación exacta de las palabras) a pesar de que
fuese perdiendo la capacidad para entender lenguaje “evocativo” (en el que el significado sólo
viene dado por la clase y el sentido del tono).


Emily D. oyó también, impasible, el discurso del presidente, afrontándolo con una extraña mezcla
de percepciones potenciadas y disminuidas… precisamente la contraria de la de nuestros afásicos.
El discurso no la conmovió (ya no la conmovía ninguno) y se le pasó por alto todo lo que pudiese
haber en él de evocativo, genuino o falso. Privada de reacción emotiva, ¿la conmovió, pues (como
a todos nosotros) o la engaño el discurso?


-No es convincente –dijo-. No habla buena prosa. Utiliza las palabras de forma incorrecta. O tiene
una lesión cerebral o nos oculta algo.


Así que el discurso del presidente no tuvo eficacia en el caso de Emily D. debido a su sentido
potenciado del uso formal del lenguaje, de su coherencia como prosa, igual que no la tuvo con
nuestros afásicos, sordos a las palabras, pero con una mayor sensibilidad para el tono.


Ésa era, pues, la paradoja del discurso del presidente. A nosotros, individuos supuestamente
normales, con la ayuda indudable de nuestro deseo de ser engañados, se nos engañaba genuina
y plenamente (“Populus vult decipi, ergo decipiatur”). Y el uso engañoso de las palabras se
combinaba tan taimadamente con el tono engañoso que sólo los que tenían una lesión cerebral
permanecían inmunes, desengañados.

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